lunes, 1 de febrero de 2016

Ana

Supe que estaba allí antes incluso de levantar la mirada. Algo cambió en el aire en cuanto entró en la cafetería. Se volvió más pesado, y una inexplicable sensación de pánico se instaló cómodamente en mi estómago. 
Doblé el periódico con manos temblorosas sobre la mesa mientras ella se sentaba frente a mí y, al fin, encontré sus ojos.

Y recordé… 

Aquella casucha triste había sido una obsesión durante toda nuestra infancia. Contábamos cientos de historias descabelladas sobre ella, sobre sus posibles moradores, sobre las terribles criaturas que con toda seguridad se arrastraban por un sótano que ni sabíamos si existía realmente. Incluso sobre la misma casa: un ente vivo devorador de almas incautas e inocentes. El día que nos decidimos por fin por el allanamiento sin premeditación, estábamos bastante bebidas y ya no éramos tan niñas. Y seguíamos a una gata. Era una gata conocida: paseaba a menudo por nuestra calle y, a estas alturas, había dormido posiblemente en todos los alféizares del pueblo. Era una gata bastante corriente, parda, de ojos claros y tremendamente obesa. Yo siempre había dicho que un gato callejero con semejante sobrepeso tenía que ser un animal de extraordinarios recursos. Y lo era. El motivo por el que seguíamos a la pequeña impertinente como dos urracas ansiosas, de hecho, era que tenía en su poder algo muy brillante. La vimos pasar como una exhalación ante nosotras con algo entre los dientes que refulgía como una bombilla. Y hubiese jurado que… Gritaba. Ni que decir tiene que, por supuesto, el bicho se coló por una ventana rota de la vieja casa. La ventana estaba lo suficientemente asquerosa como para arrancarla de cuajo de los goznes, y así lo hice ante la horrorizada mirada de Ana. Que me llamó “vulgar ratera” mientras, con sorprendente gracejo, saltaba sin pensarlo dos veces por el hueco que yo había dejado abierto. La seguí con una sonrisa absurda y dos astillas clavadas en el pulgar derecho. Pero meterse por ese agujero fue como entrar en una herida abierta… Calor, humedad y un olor como a sangre vieja. Sólo veía la tenue luz del mechero de Ana y, más lejos, a la gata metiéndose por detrás de una sombra que parecía una escalera. Una vez dentro, el olor a moho se hacía casi insoportable. Le dije a Ana que nos fuésemos, aquel olor y la temperatura me estaban dando náuseas. Estaba demasiado ebria para darme cuenta de que aquella temperatura en pleno invierno y en una casa a todas luces abandonada no era normal. Ana simplemente se rió y avanzó, tanteando, hacia las supuestas escaleras. “¡Vamos!”, me dijo, “¿Al fin estamos aquí y ahora te quieres ir sin explorar un poco?”. Yo sonreí, tampoco me percaté de que ese olor y esa temperatura deberían estar afectando a Ana tanto como a mí. Pero ella no parecía notarlo. Yo la seguí, como si no hubiese otra opción posible, hacia lo que resultó ser un marco sin puerta que conducía a un sótano aún más oscuro, maloliente y húmedo que el resto de aquella pocilga. Incluso la seguí por lo que en mejores tiempos habrían sido peldaños de madera pero que ahora eran claramente instrumentos de tortura adolescente. “Ana, esto es una mierda con paredes. Y voy a echar hasta el desayuno. Y esa gata ha muerto por inhalación de gases, está claro…”, protesté con voz queda. Aun así, bajé tras ella y me adentré en la habitación. Si es que era una habitación, porque no podía ver nada en absoluto salvo la una mano y un mechero flotando en el aire. Era como si la oscuridad fuese casi sólida. 


 Ana suspiró, dijo que aquellos ojos eran tan azules que parecían estanques mágicos. Pero a mí no me parecían ni azules ni estanques. Parecían bocas. Dos bocas negras, hambrientas y mentirosas que te arrastraban hacia ellas sin dejarte casi respirar. Dos cuentas negras llenas de ponzoña y odio que me paralizaron. “Ana”… Pero ella alargó el brazo para cogerla, yo intenté impedírselo, aquello era algo obsceno, el aire a su alrededor sabía a sangre y olía a podrido. Y aquellos ojos… Esos ojos querían absorber algo. Querían algo nuestro. No quería que ella la tocase. Por algún motivo sabía que no habría vuelta atrás. Pero Ana la tocó. Acariciando suavemente. Sé que dijo algo, aquel ser diminuto y poderoso, pero no recuerdo sus palabras, sólo recuerdo los ojos de Ana, vidriosos y exaltados, mirando aquel bicho repulsivo con adoración. Y recuerdo algo saltando sobre mi pecho, tirándome al suelo, colocando su cuerpo suave y peludo sobre mi cara. Un estallido de sonido seco, como una palmada metálica, y la oscuridad sí que se hizo sólida, era como estar nadando entre algas. Retiré la gata de mi cara. No se veía absolutamente nada. Avancé pesadamente, arrastrándome por el suelo intentando localizar a Ana. Intentando pronunciar su nombre, pero las palabras se atascaban en mi garganta. Realmente era como estar bajo el agua. Conseguí llegar arriba, pero ni rastro de Ana. Allí el aire volvía a ser respirable y el olor era desagradable pero soportable. Me levanté para volver a bajar. Tenía que encontrarla. Pero la gata se plantó, cojeando, ante la puerta. Un coche pasó por la calle, iluminando la escena momentáneamente y deslumbrándome un poco. Pestañeé y volví la vista hacia la puerta. Ya no estaba allí. No había ni rastro de ella. Nada. Sólo una sucia pared encalada que había visto mejores tiempos… Ha pasado mucho tiempo. Pasaron muchas cosas desde entonces. No volví a ver a Ana. La busqué por todas partes. Y todas mis preguntas quedaron sin respuesta. Podría contarlo, lo que pasó después, todos estos años, pero no tiene sentido recordar más. Y no hay tiempo. Porque ahora Ana está aquí. Sentada tranquilamente frente a mí, mirándome con sus ojos como bocas negras, hambrientas y mentirosas. Y huele a ponzoña de nuevo. Y tengo un miedo terrible, pero sonrío. Sonrío porque siento un cuerpecillo blando y peludo escurrirse entre mis tobillos, y me alegro, como siempre, de frecuentar sólo locales en los que puedan entrar animales…

No hay comentarios:

Publicar un comentario