lunes, 1 de febrero de 2016

Claudia y el Libro Rojo

Claudia llevaba viendo aquel libro a través de la ventana de su cuarto desde que tenía uso de razón. Siempre había estado ahí, al otro lado del patio, tras las desvencijadas y eternamente sucias cristaleras del salón de su vecina. Y siempre le llamó la atención. No porque fuese un libro grande, ni grueso... Tenía un tamaño muy normal; sino porque era rojo. Era muy rojo. La cubierta de piel era de un carmesí brillante que no había perdido un ápice de lustre a lo largo de los años. Un rojo tan vivo que, a veces, a Claudia le daba la impresión de que el libro se movería en cualquier momento. Era como si quisiera echar a volar pero no le dejaran, allí encerrado con el resto de volúmenes polvorientos.
Había pasado años fantaseando sobre aquellas páginas: ¿De qué trataría? ¿Sería su contenido tan rojo y vibrante como aquella portada?... A veces, inventaba historias, o poemas, o cuentos que podrían estar dentro de aquel libro, y las escribía en cientos de cuadernos rojos. Otras veces, dibujaba aquel libro, una y otra vez, y lo decoraba con miles de títulos con letras de diferentes tipos y colores, y lo ilustraba con criaturas imposibles y paisajes lejanos.
Un día, cuando aún casi ni alcanzaba el timbre de enorme puerta, llamó a casa de su vecina. No era una anciana amargada e inquietante, ni una preciosa mujer con ese aspecto de tener miles de excitantes secretos que tienen normalmente las mujeres preciosas. No. Era una señora normal. Algo mayor. Quizá un poco descuidada comparada con la madre de Claudia. No era seca, pero tampoco amable. Desde luego, no tenía aspecto de tener un misterioso libro volador con increíbles historias en su interior colocado en una anodina vitrina de su salón. Claudia se armó de valor y le preguntó por el libro rojo. No lo quería para ella - le dijo a la mujer - sólo quería saber qué había dentro. Quería saberlo con todas sus fuerzas.
La mujer se quedó unos segundos callada, parpadeando lentamente, como un sapo medio dormido, y le dijo:
- "No sé de qué trata el libro. No lo he leído. No he leído ninguno de los libros de ese armario. Es heredado, y no tengo la llave"
- "Pero..."- Protestó la niña, perpleja - "¿no tiene curiosidad por saber qué historias hay dentro de todos esos libros?"
- "Nena" - Respondió la mujer con mal disimulada impaciencia - "Cuando seas mayor, entenderás que la vida ya da demasiados problemas para preocuparse por los que otros inventan"
Claudia no recordaba, a estas alturas, el resto de la conversación, pero las palabras de aquella mujer le revolvieron el estómago. Nunca más quiso hablar con ella. Y desde entonces, el libro rojo le dio mucha pena... ¡Todos aquellos libros, encerrados sin poder contar sus historias!

Hoy, muchos, muchísimos años después, Claudia ha recibido un paquete de su madre. Es un paquete rectangular, de cartón, marrón oscuro, y dentro está su libro rojo. Reconocería ese libro entre mil libros igual de rojos. Su madre, siempre parca en palabras, ha incluído una nota en el paquete que sólo dice: "Ella me lo ha dado para tí". Y ahí están los dos, el libro y ella. No hay letra alguna en las tapas, ni ilustraciones exóticas. De hecho, no hay absolutamente nada. Sólo piel teñida de rojo. Ahora que mira el libro de cerca, sí que parece viejo, y el color no es tan vivo como lo recordaba. Por algún motivo, fuera de aquella vitrina, tiene un aspecto bastante normal. Pero aún así no lo ha abierto aún. Tiene miedo de que el contenido sea desilusionante... Al fin y al cabo, hay diez cajas de cuadernos rojos en casa de su madre repletos de historias y sinsentidos inspirados por esa caja de piel de aspecto inofensivo... ¿Qué pasaría si el contenido no estuviera a la altura?
Finalmente la joven respira hondo y abre el libro rojo.
No hay historias.
No hay ilustraciones.
Blanco sobre blanco.
Nada.
No es un libro.
Es un cuaderno.
Un cuaderno en blanco con tapas de piel muy rojas.
Claudia tarda unos minutos en reaccionar. Al principio, no sabe qué pensar. Es como si se le hubieran oxidado las juntas de repente.
Después ríe.
Ríe a carcajadas.
Ríe con todas sus ganas.
Tanto que le tiembla la vejiga. Tanto que le acaba doliendo un poco la mandíbula. Porque el libro no está vacío. Ese libro rojo con páginas en blanco tiene dentro, concretamente, diez cajas de cuadernos rojos repletos de historias y sinsentidos ¡Es un libro excelente!
Claudia hace entonces dos cosas: llama a su madre y le dice que le entregue esas diez cajas de historias a su vecina, sin preguntas. Y luego se sienta frente al libro... No: el cuaderno rojo, coge un bolígrafo y se pone a escribir... "Llevaba viendo aquel libro a través de la ventana de mi cuarto desde que tuve uso de razón..."

Hogar, Dulce Hogar

Aquella tarde, poco antes del anochecer, los pequeños consiguieron por fin encontrar la casita de chocolate y dulces siguiendo las indicaciones de los árboles color tierra, tal y como rezaba la leyenda. Y cuando la tuvieron ante ellos, tan cerca que podían olerla, sus ojillos traviesos brillaron con los últimos rayos de sol, y sus sonrisas llenas de diminutos dientes decoraron sus alegres rostros.
Y allí se quedaron. Y comieron y comieron: mordiendo, lamiendo y tragando entre juegos y risas. Ella esperaba que consiguieran saciarse antes de demoler todo su hogar, pero parecía que el ansia de los menudos monstruos no tenía límite.
Cuando la encontraron llevaban ya horas engullendo sin parar, como pequeñas larvas hambrientas y desordenadas. No pudo saber cuántos eran, pues ya no quedaba luz suficiente para distinguir sus glotonas caritas. Apenas tuvo tiempo para emitir un gemido de terror, ahogado por el enjambre cuando se abalanzó sobre ella. Aquel hambre no tenía límites. 
La devoraron deprisa, afortunadamente, y no tuvo mucho tiempo para darle vueltas a la situación. Aunque si el suficiente para percatarse de que, posiblemente, debió haber hecho caso a su madre y construir su casa de madera y piedra, con una buena cerradura de forja como una bruja normal y decente. Por ser creativa había acabado siendo el relleno de su propio pastel.

Ana

Supe que estaba allí antes incluso de levantar la mirada. Algo cambió en el aire en cuanto entró en la cafetería. Se volvió más pesado, y una inexplicable sensación de pánico se instaló cómodamente en mi estómago. 
Doblé el periódico con manos temblorosas sobre la mesa mientras ella se sentaba frente a mí y, al fin, encontré sus ojos.

Y recordé… 

Aquella casucha triste había sido una obsesión durante toda nuestra infancia. Contábamos cientos de historias descabelladas sobre ella, sobre sus posibles moradores, sobre las terribles criaturas que con toda seguridad se arrastraban por un sótano que ni sabíamos si existía realmente. Incluso sobre la misma casa: un ente vivo devorador de almas incautas e inocentes. El día que nos decidimos por fin por el allanamiento sin premeditación, estábamos bastante bebidas y ya no éramos tan niñas. Y seguíamos a una gata. Era una gata conocida: paseaba a menudo por nuestra calle y, a estas alturas, había dormido posiblemente en todos los alféizares del pueblo. Era una gata bastante corriente, parda, de ojos claros y tremendamente obesa. Yo siempre había dicho que un gato callejero con semejante sobrepeso tenía que ser un animal de extraordinarios recursos. Y lo era. El motivo por el que seguíamos a la pequeña impertinente como dos urracas ansiosas, de hecho, era que tenía en su poder algo muy brillante. La vimos pasar como una exhalación ante nosotras con algo entre los dientes que refulgía como una bombilla. Y hubiese jurado que… Gritaba. Ni que decir tiene que, por supuesto, el bicho se coló por una ventana rota de la vieja casa. La ventana estaba lo suficientemente asquerosa como para arrancarla de cuajo de los goznes, y así lo hice ante la horrorizada mirada de Ana. Que me llamó “vulgar ratera” mientras, con sorprendente gracejo, saltaba sin pensarlo dos veces por el hueco que yo había dejado abierto. La seguí con una sonrisa absurda y dos astillas clavadas en el pulgar derecho. Pero meterse por ese agujero fue como entrar en una herida abierta… Calor, humedad y un olor como a sangre vieja. Sólo veía la tenue luz del mechero de Ana y, más lejos, a la gata metiéndose por detrás de una sombra que parecía una escalera. Una vez dentro, el olor a moho se hacía casi insoportable. Le dije a Ana que nos fuésemos, aquel olor y la temperatura me estaban dando náuseas. Estaba demasiado ebria para darme cuenta de que aquella temperatura en pleno invierno y en una casa a todas luces abandonada no era normal. Ana simplemente se rió y avanzó, tanteando, hacia las supuestas escaleras. “¡Vamos!”, me dijo, “¿Al fin estamos aquí y ahora te quieres ir sin explorar un poco?”. Yo sonreí, tampoco me percaté de que ese olor y esa temperatura deberían estar afectando a Ana tanto como a mí. Pero ella no parecía notarlo. Yo la seguí, como si no hubiese otra opción posible, hacia lo que resultó ser un marco sin puerta que conducía a un sótano aún más oscuro, maloliente y húmedo que el resto de aquella pocilga. Incluso la seguí por lo que en mejores tiempos habrían sido peldaños de madera pero que ahora eran claramente instrumentos de tortura adolescente. “Ana, esto es una mierda con paredes. Y voy a echar hasta el desayuno. Y esa gata ha muerto por inhalación de gases, está claro…”, protesté con voz queda. Aun así, bajé tras ella y me adentré en la habitación. Si es que era una habitación, porque no podía ver nada en absoluto salvo la una mano y un mechero flotando en el aire. Era como si la oscuridad fuese casi sólida. 


 Ana suspiró, dijo que aquellos ojos eran tan azules que parecían estanques mágicos. Pero a mí no me parecían ni azules ni estanques. Parecían bocas. Dos bocas negras, hambrientas y mentirosas que te arrastraban hacia ellas sin dejarte casi respirar. Dos cuentas negras llenas de ponzoña y odio que me paralizaron. “Ana”… Pero ella alargó el brazo para cogerla, yo intenté impedírselo, aquello era algo obsceno, el aire a su alrededor sabía a sangre y olía a podrido. Y aquellos ojos… Esos ojos querían absorber algo. Querían algo nuestro. No quería que ella la tocase. Por algún motivo sabía que no habría vuelta atrás. Pero Ana la tocó. Acariciando suavemente. Sé que dijo algo, aquel ser diminuto y poderoso, pero no recuerdo sus palabras, sólo recuerdo los ojos de Ana, vidriosos y exaltados, mirando aquel bicho repulsivo con adoración. Y recuerdo algo saltando sobre mi pecho, tirándome al suelo, colocando su cuerpo suave y peludo sobre mi cara. Un estallido de sonido seco, como una palmada metálica, y la oscuridad sí que se hizo sólida, era como estar nadando entre algas. Retiré la gata de mi cara. No se veía absolutamente nada. Avancé pesadamente, arrastrándome por el suelo intentando localizar a Ana. Intentando pronunciar su nombre, pero las palabras se atascaban en mi garganta. Realmente era como estar bajo el agua. Conseguí llegar arriba, pero ni rastro de Ana. Allí el aire volvía a ser respirable y el olor era desagradable pero soportable. Me levanté para volver a bajar. Tenía que encontrarla. Pero la gata se plantó, cojeando, ante la puerta. Un coche pasó por la calle, iluminando la escena momentáneamente y deslumbrándome un poco. Pestañeé y volví la vista hacia la puerta. Ya no estaba allí. No había ni rastro de ella. Nada. Sólo una sucia pared encalada que había visto mejores tiempos… Ha pasado mucho tiempo. Pasaron muchas cosas desde entonces. No volví a ver a Ana. La busqué por todas partes. Y todas mis preguntas quedaron sin respuesta. Podría contarlo, lo que pasó después, todos estos años, pero no tiene sentido recordar más. Y no hay tiempo. Porque ahora Ana está aquí. Sentada tranquilamente frente a mí, mirándome con sus ojos como bocas negras, hambrientas y mentirosas. Y huele a ponzoña de nuevo. Y tengo un miedo terrible, pero sonrío. Sonrío porque siento un cuerpecillo blando y peludo escurrirse entre mis tobillos, y me alegro, como siempre, de frecuentar sólo locales en los que puedan entrar animales…